Cruzada contra el Grial by Otto Rahn

Cruzada contra el Grial by Otto Rahn

autor:Otto Rahn [Rahn, Otto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Espiritualidad, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1932-12-31T23:00:00+00:00


Guillermo de Tudela

Donna Geralda fue arrojada a un pozo y cubierta de piedras hasta que dejaron de oírse sus lamentos. Muere dos veces, pues lleva un niño en sus entrañas.

Se prende fuego a una hoguera, fuego de regocijo: han conseguido atrapar a cuatrocientos cátaros. Cuantos son incapaces de recitar el Ave María son llevados a ella «en medio de un gran alborozo».

La alegría que experimentaban los mártires por dejar al fin este infierno es superior a la de sus verdugos. Dándose el ósculo de la paz y al grito de «¡Dios es Amor!», se arrojan a las llamas. Las madres tapaban los ojos de sus hijos hasta que el fuego se los cerraba para siempre, descubriéndoles el paraíso eterno.

Montségur, cual dedo levantado contra el cielo acusador e impoluto, se yergue al Oeste, sobre su roca altiva y señorial, por encima de la nube de sangre, hogueras y ciudades en llamas. Es un dedo que acusa y al mismo tiempo señala el lugar donde sólo habrá luz, amor y justicia.

«Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen. Pero yo os digo: os darán muerte y creerán que hacen una obra agradable a Dios. Si permanecéis fieles hasta la muerte, os daré la corona de la vida eterna. Diaus vos benesiga…»; así consuela Guilhabert de Castres a los angustiados cátaros en la «fortaleza santa» que domina las gargantas del Tabor.

Tras la caída de Lavaur, los cruzados se incitan a nuevas atrocidades. Cuando bordean el bosque donde, poco antes, seis mil peregrinos alemanes habían sido estrepitosamente derrotados, Foulques, obispo de Toulouse y anteriormente trovador, a quien Dante transportó al Paraíso, cree ver una aureola, y comunica este nuevo milagro al papa Inocencio III[125]. Pero el papa hacía mucho tiempo que había caído en la cuenta de que sus «vicarios», cegados por el fanatismo y la ambición, habían ido demasiado lejos. El papa Inocencio III caía en la cuenta. Había querido ser Dios y tuvo que reconocer que no era sino un hombre, un mago sin duda, pero que no podía desembarazarse ya de los espíritus que había convocado…

Ante la imagen de Cristo en el silencio de la noche

se arrodilla Inocencio y reza en voz alta:

¿Siente, tal vez, horror ante el silencio

que ha hecho reinar sobre este mundo?

Eleva su mirada a la imagen de Dios,

cuyo amor y dulzura le horrorizan,

mientras piensa en lo que ha hecho,

en la forma tan sangrienta como ha conducido al mundo.

Mira fijamente el rostro de la imagen,

pero una falena le quita la luz,

y todo en su derredor se torna oscuro

y silencioso; ya no hace más preguntas a la imagen.

Pronto ve otras luces que ascienden

y otras cruces que no se ocultan,

las llamas de Provenza muestran

las cruces en el pecho de los verdugos.

Las ruinas se desmoronan, resuenan las espadas,

y del salvaje crepitar del fuego

escucha maldecir su nombre.

Cuando esta espantosa visión le asedia

aprieta su conciencia en su puño

e impasible murmura: «¡Amén!, ¡Amén!».



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